El último y comentado reporte del IPCC ha reafirmado que el cambio climático es una realidad irrefutable. Un proceso que partió con la Revolución Industrial, al alero de una definición de progreso que privilegió la economía y el capital, pero que obvió la salud del planeta y, muchas veces, las necesidades básicas de las comunidades humanas. Comparado con la época previa a la Revolución Industrial, el planeta tiene hoy una temperatura promedio que aumentó entre 1,2°C y 1,4°C, y hacia fines de siglo superará con holgura los 2°C si no hay un cambio muy drástico en las emisiones de gases de efecto invernadero.
La forma en que este proceso afecta a los recursos hídricos es variada e impacta preferentemente a la disponibilidad de agua. Por ejemplo, en La Serena, el registro de olas de calor en verano se incrementó desde cerca de 2 eventos anuales para el período entre 1981 y 2010, a casi 3 eventos por año en el período 2010-2017. Esto se hace más evidente en Santiago, Curicó y Temuco, en que, entre los mismos períodos, pasaron de 1 a 4; 2 a 4; y 2 a 4 olas de calor veraniegas, respectivamente. Un evento de ola de calor implica al menos 3 días seguidos con temperaturas máximas superiores al percentil 95 de las temperaturas máximas registradas en el período. Esto hace que la demanda evapotranspirativa de agua por parte de vegetación natural y cultivos se incremente significativamente. En menor medida, pero más permanente, el incremento global de la temperatura promedio registrada (1,2 – 1,4°C) ya genera una mayor demanda por evapotranspiración. Sin embargo, también repercute sobre la elevación de la isoterma cero, de tal manera que las precipitaciones en forma de nieve son cada vez menos frecuentes y a mayor altitud. Esto último afecta en forma dramática a los flujos ribereños de primavera y verano, pero también redunda en que los embalses no repunten su nivel.
Adicionalmente, vemos que el cambio climático ha exacerbado la frecuencia e intensidad de las sequías en Chile. La megasequía que afecta a la zona central del país ha superado todos los precedentes y afecta de manera directa la disponibilidad de agua. Esto conlleva varias consecuencias, porque la alta demanda hídrica de la agricultura y en menor medida del sector industrial y sanitario, hace que se supla la carencia de aguas superficiales extrayendo desde fuentes subterráneas, con claras evidencias de no respetar las tasas de recarga. Sin embargo, más allá de las sequías, las proyecciones de los efectos del cambio climático auguran una reducción de las precipitaciones promedio de entre 10 a 40% en Chile hacia el año 2050.
Un último efecto atribuible al cambio climático es la mayor frecuencia de eventos torrenciales, precipitaciones intensas, localizadas y de reducida duración. La elevación de la isoterma cero permite que esas precipitaciones alcancen mayor altitud y, por lo tanto, caigan en territorios con menos vegetación y menor capacidad de infiltración. Así, se producen grandes escorrentías superficiales (o avenidas), aludes y el arrastre de todo tipo de material hacia las partes bajas de las cuencas, con el consiguiente daño a infraestructura y bienes públicos y privados, además de un agua de pésima calidad.
En suma, el cambio climático tiene el potencial de afectar fuertemente la seguridad hídrica de la región, el país y el mundo entero. Los efectos que hoy estamos viendo son el inicio de un desastre mucho mayor si no logramos comprender, como sociedad, que la intensificación de este proceso depende de nuestra capacidad de modificar la comprensión y práctica de lo que llamamos desarrollo. Es también el momento de entender que las normativas y regulaciones deben adecuarse a los ciclos naturales, y no al revés, como ha sido lo usual hasta hoy.